Por: Brenda Torres Meliá
Cada fin de año, en Roque Pérez, las instituciones se reúnen, celebran y agradecen lo compartido. Las cenas de cierre, los encuentros y los festejos forman parte de una vida comunitaria que valoramos y cuidamos. Son espacios de pertenencia, de historia y de identidad local.
Sin embargo, no todas las personas viven esos momentos de la misma manera. Para quienes conviven con una discapacidad, para personas con hipersensibilidad auditiva, niñas y niños, personas mayores y familias enteras, ciertos estímulos —como los ruidos intensos y sorpresivos— pueden transformar una celebración en una experiencia angustiante y excluyente.
Cuando se utilizan fuegos artificiales sonoros de alto impacto, aun sin intención de dañar, el efecto es real. El cuerpo reacciona, la ansiedad aparece, la posibilidad de anticipar o resguardarse desaparece. Y es allí donde el debate deja de ser sobre una fiesta puntual para volverse algo más profundo: cómo pensamos el cuidado en comunidad.
En los últimos años, distintas localidades —y también Roque Pérez— avanzaron en normativas que promueven la no utilización de pirotecnia sonora. No como una prohibición caprichosa, sino como una forma concreta de incluir a quienes históricamente tuvieron que adaptarse a entornos que no los tenían en cuenta.
Cuando estas normas se transgreden, incluso de manera involuntaria, aparece una pregunta clave: ¿qué hacemos después? ¿Cómo evitamos que vuelva a suceder?
En muchas comunidades, la respuesta fue comprender que la reparación no es un gesto aislado, sino un proceso. Hubo clubes que, frente a situaciones similares, decidieron revisar de manera profunda cómo organizaban sus eventos: qué tipo de festejos se permitían, quiénes tomaban las decisiones y qué controles se aplicaban. En otros casos, se abrieron espacios de escucha con familias afectadas, se incorporaron acuerdos internos claros y se asumió públicamente que la inclusión debía ser un criterio central, no un agregado posterior.
También hubo instituciones que transformaron el error en una instancia pedagógica: charlas internas, mensajes preventivos antes de los eventos, compromisos explícitos de celebrar sin impacto sonoro y decisiones sostenidas en el tiempo, que no dependieron de sanciones externas. No fueron respuestas espectaculares, pero sí consistentes. Y eso hizo la diferencia.
Porque pedir disculpas es importante, pero la reparación empieza cuando algo cambia después. Cuando no solo se explica lo ocurrido, sino que se muestra qué se aprendió. Cuando se reconoce que el impacto en las personas con discapacidad no es un efecto colateral, sino un límite que no puede volver a cruzarse.
Reparar no es borrar la historia de una institución ni poner en duda su valor comunitario. Tampoco es castigar ni señalar. Reparar es transformar el error en aprendizaje; es revisar prácticas, no solo emitir disculpas. Es asumir que el cuidado no puede depender de advertencias externas o de presiones posteriores, sino que debe formar parte de la cultura organizacional.
Un acto reparatorio se vuelve significativo cuando se sostiene en el tiempo: cuando el compromiso se traduce en decisiones concretas, cuando se anticipa el impacto, cuando se planifica teniendo en cuenta a quienes suelen quedar afuera. Así, la reparación deja de ser una respuesta al conflicto para convertirse en una forma de prevenirlo.
Cuando una institución se define como espacio de contención, respeto e inclusión, ese compromiso se construye todos los días: en cómo se festeja, en cómo se cuida, en cómo se aprende de los errores.
Tal vez el desafío que tenemos por delante, como comunidad, no sea quedarnos en la discusión del hecho puntual, sino animarnos a algo más profundo: construir una cultura del cuidado. Una cultura donde la discapacidad no sea solo un discurso, sino un criterio real para decidir cómo, cuándo y de qué manera celebramos.
Porque una fiesta que excluye nunca termina de ser una fiesta.
Y una comunidad que aprende de sus errores tiene la oportunidad —si quiere— de hacerlo mejor.
Ese es el desafío que tenemos por delante.