Por: Brenda Torres Meliá
Durante mucho tiempo sentí que este día no me pertenecía. Y es comprensible.
¿Quién quiere asumir que tendrá que suplicar por algo tan básico como ser incluido?
¿Quién quiere aceptar que deberá rogar por las mismas oportunidades de vivir?
¿Quién desea ser parte de un colectivo históricamente olvidado, al que todavía muchas veces se prefiere esconder?
El escenario se vuelve aún más complejo cuando la discapacidad se atraviesa desde una Enfermedad Poco Frecuente invisible. Allí, al desafío de la salud se le suma una trampa: la batalla no se ve a simple vista.
Esto genera una confusión cruel. El entorno asume que, como no hay una silla de ruedas o un bastón, una puede desenvolverse “normalmente”. Se minimiza el esfuerzo titánico que hay detrás y se da por sentado que podemos solos, cuando en realidad, para sostener esa vida, necesitamos muchos más apoyos de los que se imaginan.
Con el tiempo entendí que mi incomodidad no nacía solo de mí, sino también de lo que recibía del entorno.
Muchas veces creemos que la inclusión se resuelve solo con cemento. Y es cierto: una parte indispensable se soluciona con infraestructura. Pero de nada sirve una rampa perfecta si, al final de ella, espera una mirada de lástima, indiferencia o miedo.
Esa es la verdadera barrera actitudinal: la pared invisible que se levanta cuando el otro asume que mi diagnóstico me define por completo —o peor aún, cuando asume que no tengo nada porque no lo ve—, olvidando que detrás hay una vecina, una profesional, una persona.
Hoy le escribo a mis vecinos y vecinas de Roque Pérez, pero también a quien me lea a la distancia, porque la mirada que invalida no tiene fronteras.
Todavía se nos reclama por “no poder”, pero paradójicamente también se nos reclama por querer: por desear una vida social, por luchar, por tener la pretensión de que sea nuestra voz la que decida.
Parece que la idea de que somos sujetos de derecho se olvida cuando disentimos; en ese instante, volvemos a ser vistos como “incapaces”.
Por eso, este 3 de diciembre propongo un cambio profundo.
Quizás, más que pedir solo infraestructura, lo que necesitamos reconocer es que nos falta fortalecer un puente. Y ese puente es, sobre todo, un vínculo humano. Para que ese vínculo sea transitable para todos, tenemos que construirlo y sostenerlo todos los días.
La sociedad debe derribar sus prejuicios para limpiar el terreno, sí. Pero nosotros también tenemos un rol activo e intransferible en esta obra: asumir la responsabilidad de la parte que nos toca. Implica tener la humildad de aceptar los apoyos necesarios para cimentar nuestro lado, pero sobre todo, tener la voluntad de querer hacerlo.
Esta construcción requiere, además, una mezcla difícil de paciencia y pedagogía: la capacidad de perdonar lo que el otro todavía no sabe.
Muchas veces, el abismo entre nosotros no nace de la maldad, sino del desconocimiento frente a la discapacidad, que es simplemente una manera diferente de habitar un cuerpo. Nos toca, entonces, poner los primeros ladrillos enseñando, explicando, mostrando qué significa realmente nuestra realidad, para ir disolviendo esa ignorancia.
El puente no se sostiene solo. Es una estructura que levantamos juntos y que recién se vuelve firme cuando dejamos de mirar desde la lástima para empezar a mirarnos de igual a igual.
¿Y vos?
¿Estás dispuesto a poner tu parte para seguir construyendo ese puente?